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Mirar atrás es casi un vicio. Es el intento de mantener la memoria fresca, de aprender del pasado, sin saber cómo, sin saber qué. No siempre es necesario, ni fructífero hacerlo; mirar atrás es una habilidad, y como cualquiera de ellas, hay que asimilarla, controlarla, utilizarla en su debido momento.
Conviven recuerdos variados, partes de un azar que los ha dejado allí como una ola que llega a la arena y, sin quererlo, delinea su propia forma, desvaneciéndose poco a poco. El propio ser es artífice de tal azar, actuando de manera inconsciente sobre momentos de carga sentimental diversa en la mente.
Cualquiera se ha preguntado por qué no puede desaparecer el recuerdo de aquel momento en que se cayó el mundo a pedazos, quizás por una muerte, quizás por un desamor, quizás por la propia vorágine del ser. ¿De qué sirve conservar su presencia, y contar con la certeza de confrontar una nueva vez una aflicción como esa?
Mirar atrás es parte de todo eso; es volver a lidiar con momentos que, por alguna razón, no se fueron del todo. Es una buena práctica para aprender del pasado, sin saber aún de qué pasado. ¿De qué serviría mirar atrás, sino?

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